Allá Donde se Cruzan los Caminos

MANOLO ORELLANA    ||   Montejaque   |   EL HACHO 41

Hace tres diciembres que llene de ilusión este papel por vez primera, puede que esté más lejos, puede que la ciudad sea más grande, que no sea el mismo, que no tenga la misma forma de escribir o que mis palabras no suenen de la misma manera porque son otras voces las que pretenden leerlas, pero, en el fondo solo puedo narrar el mismo sentimiento, con distinta música, que hace tres diciembres.

Y es que vuelvo a ser emigrante, pero otro emigrante, casi un extraterrestre que llegó a la capital en mitad de una pandemia, con una guitarra a cuestas: la única a la que puedo abrazar en estos tiempos, la única que viene de donde vengo, y que, suene como suene, me ayuda a pensar a donde voy. Allí fui, a perderme en una maraña de líneas de metro que se cruzaban como la lana de la rebeca de Paco Martínez Soria, persona a la creía sustituir en aquellos momentos, entre tanta gente, entre tantos y tantos que no sabía de dónde venían y que allí, cruzaban sus caminos.
Esa rebeca se fue deshilachando, y como todo, se volvió normal con la rutina. Las rutinas aceleran el tiempo, aunque a veces cuesta acostumbrarse, todo se vuelve cotidiano, hasta 2020 lo hizo, aquel año, ojalá en pasado, cuyo enero duró tanto para que pudiéramos disfrutar todo aquello que no pudimos luego. La rutina nos desorienta y ya no sabemos ni el mes, ni la semana, ni el día en el que estamos, solo seguimos viviendo sin darnos cuenta que lo hacemos hasta que nos paramos, y espero que no tengamos que volver a parar para darnos cuenta de que vivimos, y de esa suerte que tenemos de volver a vivir.
Que sea rutina no quiere decir que no se disfrute, porque disfruto, es una rutina que yo he elegido. Sin embargo, me alegro que sea rutina, porque el tiempo es un cabrón, un cabrón que corre más rápido cuanto más disfrutas y se detiene cuando esperas que llegue el momento de disfrutar. Me paso el día aprendiendo que hay detrás de tantas y tantas pantallas, esas que nos hacen reír, llorar, sufrir o aliviar cualquier sentimiento, llueva como llueva fuera de ellas, esos mágicos cuadros de gente que se mueve y que siempre he querido tener el poder, o el placer, de pintar. Pero, aun así, cuando vengo de vuelta, solo puedo fijarme en la ropa tendida que baila al viento desde los balcones, como esas mismas banderas, que, en los bancales, colorearon mi infancia, esa que alguna vez también fue rutina.

Y eso es lo peor, volver al piso cada tarde, caminar y caminar sin ver a lo lejos las luces del cruce, hasta asimilar que hoy es otro día que no las veré. Mi barrio siempre será otro, pero ahora me ha tocado caminar por este, y cada vez que camino me fijo en lo mismo, y es que me llaman mucho la atención todas las mujeres mayores que me encuentro, y me pregunto si todas esas “viejas” (una de las palabras más bonitas que tiene el español) llevarán aquí tanto tiempo como llevan las del pueblo. Cuando las miro con su cojera, el tintineo de unas caderas que llevan muchos años soportando el peso de un país, no hago más que preguntarme si alguna vez no se vieron de esa forma. Esas mujeres que algún día fueron más jóvenes, pero que siempre he visto así, quizás porque yo también envejezco, o quizás porque la mirada es la misma, una mirada de frente, que no se tuerce, por mucho que falle el cuerpo.
Ahora nos comunicamos por miradas, miradas que como gotas se rozan entre la lluvia, a pesar de la cantidad de agua. La única forma de decir te quiero ahora que no podemos leernos los labios, ahora que los besos quedaron atrapados en las películas y los abrazos son deporte de riesgo. Aprender a comunicarse con las miradas es solo cuestión de práctica, más del que es mirado que del que mira, porque es la mejor forma de sentir sin romper la distancia de seguridad, de quitarnos nuestra máscara, sin dejar la mascarilla.
Esa tela, que más que tela es escudo, puede evitar que contagie, pero lo que no puede ocultar es de donde vengo. Cuando me preguntan digo que vengo de Alcobendas, porque el día que se crean eso, entonces no merecerá la pena que me conozcan. Esa z de la que tanto presumo, es la raíz que canta con o sin mascarilla, sin embargo, como es seguro, quizás en alguna conversación se me escape una s, y es que el oído es tan elástico como traicionero, y va torciendo y manejando la forma de hablar según escucha, será por eso que vivo casi pegado al teléfono, por entrenar más que nada.
Después de tanta historia del cine como me he tenido que aprender, de tanto invento decimonónico que llegó para quedarse, de la fotografía, del cinematógrafo, solo puedo quedarme con el teléfono. No por poder estar informado de todo cuanto pasa, y de informar, no por poder llamar y decir que estoy bien y saber que está bien el que me escucha. De todas las conversaciones telefónicas, de los WhatsApp…, me quedo con esas palabras que surgen cuando termina lo importante, lo que es necesario contar, cuando tras un incómodo silencio, no quieres cortar, y empiezan a flotar aquellas tonterías que te hacen imaginar que se acaba de romper una sonrisa en la cara de la persona con la que hablas, y la mente no entiende de mascarillas.
Cuántas carcajadas viajan por el tiempo y el espacio, cuántos momentos he recordado mientras conversaba con todos aquellos que están tan lejos, que están tan presentes, siempre digo que no me ha dado tiempo a echar de menos, y no es que no me haya dado tiempo, es que no me han dejado. Y aunque a veces no pueda, siempre tengo tiempo para un “buenas noches”, de esos que hacen que, al apagar la luz, no haga falta cerrar los ojos para sentir que duermes en casa.
Imaginar mientras camino por la calle, con el móvil en la oreja, que al terminar Gran Vía llego a la Salida de las Casas y que en una de las bocacalles que la cruzan descansa el Pollo Rosa, esperando que me suba y lo salte para echar a correr Calle El Tajo arriba. Esperar un metro que me lleve hasta la Ermita para ahorrarme de subir el Puerto y salir a mirar un horizonte en el que a los bloques de pisos se los ha tragado el Hacho. Que los escalones del congreso no sean más que los Cantos y los leones se sienten como esos viejos que ven su vida dibujada en el agua que sube y baja en la fuente de la plaza. Que las barcas del Retiro floten y naveguen por el Pantano hasta acariciar la presa con su proa, o que sus árboles centenarios sonrojen las hojas hasta la cancela del Quejigal. Que las estatuas que peinan los rascacielos se conviertan en las cabras que se asoman en el Castillo. Que el reloj de la Puerta del Sol tenga celos por no poder mirar a las palmeras de la Iglesia o que el Museo del Prado no pueda compararse con el mueble bar de mi abuela.
Una amiga, antes de hacer las maletas, solo me repetía la historia de aquel que se fue del pueblo y que cuando volvió vino diciendo que no se había acordado de nadie, a lo que ella le contestó, que allí tampoco nadie se había acordado de él. A esta amiga le digo, después de tantos meses allá donde se cruzan los caminos, que todos me llevan al mismo lugar, Montejaque.

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