El Banco de la Memoria

MANOLO ORELLANA    ||   Montejaque

El pueblo está lleno de bancos, pero no me refiero a esos grandes bloques de granito que protegen la plaza como un gran espigón, o a esos armatostes de hierro fundido que cabalgan hacia la puerta de la iglesia entre naranjo y naranjo. Un banco en Montejaque puede ser cualquier lugar en el que hacer una buena parada.

Y es que cuando los años pesan más que las bolsas, cualquier sitio es bueno para sentarse, tomar aire, mirar lo que se lleva subido y lo que queda por subir, acordarse de esas vecinas que compartían caminos todas las mañanas cargadas de mandados, mirar a guiris saliendo de sus puertas y saludarles con más volumen, porque el que solo sabe inglés entiende español si se lo gritan.

Desde el poyo Rosa hasta el poyo Benito todos son testigos de la evolución de nuestra lengua. El andaluz, ese dialecto vertiente del español, esa mágica forma de hablar que acorta las palabras para expresar con menos de ellas, la mayor cantidad posible de información. Cada minuto y cada segundo cambia, y todo gracias al tiempo que la calle roba a nuestras vidas.

No solo en los poyetes se habla. Cuantos y cuantos escalones han soñado con ser bancos durante largas noches de verano. Cuantos escalones han servido de asiento para las cortas tardes de invierno hasta que la luz se pierde por el Hacho. La luz, ese mágico reloj que dirige a la vida, aunque estemos empeñados en no hacerle caso, lo que poco a poco nos mata ya que nos va quitando humanidad.

Que más quisieran aquellas personas que se mueven empujadas por semáforos, que no conocen más horizonte que la otra acera, ni más aire que el que se cuela por alguna rendija del autobús, que pararse en un poyete, y olvidar, olvidar con la misma velocidad a la que les llega internet la existencia de las luces de navidad, de las aglomeraciones o de la jornada laboral tras la jornada laboral.

Que más quisieran que poder dejar las cafeterías, dejar las bibliotecas, o dejar los parques que no son más que una imitación artificial. Millones son los libros que se han escrito sobre el campo o el mar desde una ventana por la que entra más contaminación que oxígeno. Millones son las mentes que han creado historias intentando huir de una realidad con más dolor que gloria. Millones son los relatos que han ayudado a muchos a escapar de sus cárceles de hormigón, esas tan altas como cielos estrellados cuyas luces se van apagando a medida que el sueño vence a la vida.

Esa sensación de escapar es la que siento cuando escribo desde el balcón de mi cuarto, cuando el edificio de enfrente se convierte en el tajo de la cruz y me mira mientras pienso. Entonces imagino que nacen estas palabras sentado en un escalón, mirando calle el tajo abajo hasta que mis ojos se pierden buscando la torre de la iglesia mientras mis piernas se quedan heladas por el contacto con la piedra.

Esas sensaciones nunca podrían ser posibles si no existiera la memoria. Algo he estudiado sobre su funcionamiento, pero eso que he estudiado no ha conseguido romper la imagen que tengo de ella. La memoria para mí es un gran palacio lleno de estanterías de cristal cargadas de libros, libros a los que llamamos recuerdos. Por los pasillos que recorren ese gran edificio, se arrastra un viejo bibliotecario que selecciona los recuerdos que necesito para escribir, unas veces está más cansado y otras me ayuda al instante.

Ese bibliotecario conoce el lugar exacto donde se encuentra cada uno de ellos, conoce su origen y conoce la sensación que provoca, solo tengo que pensar en una palabra, un olor o un sentimiento, y me trae al pensamiento la imagen que necesito para seguir escribiendo.

Es, por ejemplo, sentir el sol en mi espalda y hacer que aparezca en mi cabeza una señora con la mano puesta en la frente, contemplando los movimientos de la ropa que acaba de tender desde una piedra que sobresale entre la hierba verde que traen las primeras lluvias. Entonces me acerco, me presento y me siento en el suelo, dejando caer mi espalda sobre ella.

Comienzo a hablar, y ella escucha hasta que poco a poco solo habla ella. Otros tiempos acuden a mi cabeza, tiempos de frío, de mantas de pelo, de noches de fideos y bolsas de agua caliente. La tarde se llena de preguntas cuyas respuestas crean más y más historias haciendo de mi mente un trozo de pan que flota en una gran taza de café, y absorbe todo lo que escucha.

Navego en un mar de personas a las que no les pongo color, porque sólo las he visto en blanco y negro. Sitúo nombres en mi cabeza que estoy harto de oír y no colocaba en ningún sitio. Los recuerdos de aquella mujer toman vida en mi interior adornados con los míos, como si yo mismo los hubiera vivido. Como un gran trozo de tela de crochet, contemplo una vida llena de hilos, hasta que parecen soltarse por los bordes.

Cuanto más me fijo en ellos, me doy cuenta de que algunas palabras ya no suenan con la misma energía que antes, que ciertas personas cambian de nombre hasta perderlo y que me encuentro contestándole a esa mujer las mismas preguntas que yo le hacía, contándole las mismas historias que ella me contaba, y viendo en su cara la misma expresión de asombro que yo puse la primera vez que las escuché.

Poco a poco se hace más fuerte en mi cabeza el sonido las estanterías rompiéndose unas con otras, el crujir de los cristales, y el eco que produce la amplitud de un palacio cada vez más vacío, y busco a su bibliotecario sabiendo que hace mucho que lo abandonó. Pero desde sus balcones veo que otras estancias, que otros palacios están intactos, que solo hacen falta dos palabras para que el palacio de la alegría, el del amor, o el de la tristeza, brillen con la misma luz que brillaban cuando estaba intacto el banco de la memoria.

Y ese mismo brillo me empuja a reconocer que ahora me he convertido en ese bibliotecario. Que no tengo más misión que buscar en mi cabeza libros que no me pertenecen y narrarlos como si los hubiera vivido, sentado en algún escalón, en algún poyete o el algún banco, banco donde comparto mi memoria con aquella señora que juega con sus dedos y pone caras de sorpresa o desconcierto según escuche mis palabras a no ser, que me pida que se las repita. Y nunca me cansaré de repetirlas, aunque siempre sean las mismas, aunque las acabe de repetir, porque mientras yo recuerde, tú, sonríes.

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