Lunático
MANUEL ORELLANA NARANJO || Montejaque | EL HACHO 43
Por si luego hay alguna duda, soy Manolo Orellana Naranjo y quiero que quede claro mi nombre, porque voy a contar algo que sé que no es fácil de creer. Todo lo que digo está basado en hechos reales, lo he reordenado un poco para que no sea tan caótico como lo viví, pero creo que es el momento de contar esta verdad. En la vida pasan cosas increíbles. Buenas, malas, regulares, imprevistas, inesperadas, pero sobre todo increíbles. Increíble, es una cosa difícil de creer, no os juzgo, si a mí esto me lo contaran tampoco lo creería.
Una noche de septiembre, cuando el frío de verdad se siente en el Ventorrillo, iba yo caminando hacia Las Malvinas. Subí la cuesta, comprobé el estado de las brevas en la higuera de mi abuelo y me giré a la altura de la encina para ver cómo se veía el pueblo desde allí, donde farolas naranjas y blancas parecían planetas de otros tiempos que cada noche venían a beber a la misma fuente.
Algo llamó mi atención. Una estrella fugaz había caído justo en El Hacho. Un destello bravío fue a dar en la misma piedra y no dejó de parpadear una vez estuvo en el suelo. Mi mente está compuesta de miedo y de curiosidad, pero la curiosidad es más rápida, así que no tuve más remedio que ir en busca de la luz sin poder reconocer que estaba acojonado.
Llegué a la Raja del Hacho y la subí, con lo que resbala. Una vez arriba, encontré el origen de la luz, y cuál fue mi asombro que aquello no era una piedra, era “la empresa”, el autobús de “Los Amarillos” que me esperaba con las puertas abiertas. Otra vez ganó la curiosidad. Dentro no había nadie. Las ruedas se plegaron y una llama salió de ellas, comenzó a levitar y se puso en marcha. No sé dónde se dirigía, pero seguro que era más barato que ir a Ronda.
Dejé abajo el pueblo. El extraño vehículo no hacía más que ascender y los machos monteses me miraban con el recelo que miran a los buitres, pues había conseguido llegar más alto que ellos. Dicen que cuando ponemos algo en palabras ya lo hemos filtrado por la razón y que la emoción que producía en el momento, ya no existe. Por eso no voy a poder explicar con palabras cómo era Montejaque visto desde las alturas.
El viaje fue corto. Yo no me preguntaba donde me dirigía porque estaba tan metido en el camino que me daba miedo que se acabara. El vehículo tomó tierra, o lo que fuera aquello. Por la ventana veía una gran extensión de rocas blancas y redondas parecidas a la sierra cuando la mañana despierta con una gran helada. Debía de hacer mucho frío en la Luna, y yo no traía suficiente abrigo para haber llegado tan lejos.
El bus flotaba, no llegaba a tocar el asfalto de una carretera repleta de curvas. Eso era una ventaja, pues estaba llena de parches de alquitrán. A lo lejos vi una casa blanca con muchas naves espaciales aparcadas en la puerta, pero lo que más me llamó la atención era un animal negro con unas grandes patas que descansaba en un corral a lado de esta. No sabía que a la Luna llegarán avestruces.
El Pantanillo, el Cerro de la Campana, El Hundidero, Mures… no sé porque se me venían esos lugares a la cabeza a medida que avanzaba por esa carretera. De por qué si el bus flotaba hizo todas las curvas de la Chaparra, todavía me lo sigo preguntando. Eso era más extraño que hubiera una Chaparra en la Luna.
Tavizna, o lo que fuera aquella gran piedra con forma de pirámide, quedó atrás. El Hacho se levantaba frente a mí. Hubiera dicho que volvía al mismo sitio si no fuera porque en la Fuente Marchal me encontré un gran chopo. “Que pite, Que pite…” grité, pero el conductor no me hizo caso, los conductores de autobús, que siempre tienen mucho temple. El coche se detuvo en el cruce, bajé y miré hacia mi casa, o lo que se supone que sería mi casa, ya que me llamó la atención el cartel de la panadería. Debía de ser porque el tiempo aquí pasa más lento pues la gente está en la Luna de verdad.
La avenida era igual de ancha, pero tenía unos badenes tan altos que, hasta los coches flotando, se rozaban. Toda ella estaba amurallada de piedras blancas, unas más largas y, entre estas, otras redondas. Hubo gente que las llamó en su día muritos, pero en ese momento descubrí que eran piedras lunares.
No paré hasta llegar a la plaza. En mi camino dejé un extraño quiosco a la entrada del carnero. Tenía una cantidad de chucherías inimaginable, pero no vendía pipas. Las pipas estaban prohibidas en la Luna, pues la gente seguía tirando las cáscaras al suelo, y por la falta de gravedad estas se quedaban en el aire molestando a quién las había tirado. Fue más fácil prohibirlas a que estos aprendieran a tirarlas en la basura.
La plaza estaba llena de mesas, eso no era raro, lo raro es que los guiris no venían de Inglaterra, Alemania o Honolulu, venían de Júpiter, Saturno o Urano, aunque no era mucha la diferencia. Tuve la suerte de que iban a jugar al cántaro cuando llegué, quise participar, pero no me dio tiempo, ya que a la primera que lanzaron un cántaro este comenzó a flotar y no hubo forma de atraparlo.
Todas las piedras que me encontraba en aquel extraño pueblo eran iguales que las del original, no sé si las nuestras las habían traído de la misma Luna, pero de ser así, esto explicaría porque los Cantos están siempre tan fríos, o porque Las Lajas resbalan como resbalan.
Según iba subiendo, las casas eran pequeñas, las esquinas no tenían esquina, las ventanas eran redondas y las paredes anchas, tan anchas como la misma piedra de la que estaban hechas. Así eran las casas lunares, nada tenían que ver con las casas que uno se encontraba a medida que subía al castillo. Cuando llegué a la cima, en la parte donde están tallados los tres escaloncitos, me giré hacía aquella extraña sierra, tan igual y tan distinta a la que tantas tardes de verano había mirado desde aquel lugar en la tierra, y me pregunté, pensando en cada piedra, si esa sería la famosa cara oculta de la Luna, la que no quiere mirar para el mundo. Y si no quería mirar para el mundo, por qué me miraba a mí.
Ya no sabía volver atrás. Las Peñas son un laberinto para aquel niño que las sube por primera vez, y yo me sentía como ese niño, sin ser un niño, y sin estar en las Peñas. Conseguí dar con el Poyo Rosa y salté desde este hacía la Calle El Tajo. No fui capaz de subirla, todas las puertas estaban cerradas, las ventanas sin macetas, las fachadas sin coches… Quizás eso fue lo que más se pareció a la realidad, y lo único que me dio miedo.
Eche a correr. Cuanto más corría menos tocaba el suelo. Cada salto era lo más parecido a volar que había sentido nunca, y cuanto más volaba, menos quería, pues más consciente era de la distancia, esa que, aunque duela es tan necesaria cuando uno quiere aprender a volar.
Todo esto es mentira, tengo que reconocerlo. Nunca he estado en la Luna, y si estuviera no creo que allí hubiera cuestas, casas blancas y carreteras intransitables. Solo soy un lunático, un lunático que piensa que la Luna está hecha de caliza, y que por eso a Tavizna le falta un trozo. Un lunático que allí donde va no hace más que ver lo que quiere ver, eso que ya no existe ni en el lugar donde por primera vez lo vio. Eso que no encuentra por mucho que vuelva, por mucho que viaje, porque tierra no tengo, la llevo dentro, y por mucho que vaya a la Luna, en mi interior siempre estará Montejaque.
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