Mi Verano
MANOLO ORELLANA || Montejaque | EL HACHO 36
El verano llega azul cielo, libre de nubes, salvo alguna tormenta, lo malo es el calor que dan esas nubes. Y es que, aunque este ha comenzado más fresco, no ha tardado en alzar el vuelo y evocar el recuerdo de esos añorados meses invernales, de “zagaleos”, mantitas gordas de pelo, mantecados en la garganta y demás cosas que ahora no hacen más que alterar las mariposas de nuestro estómago.
Por fin la libertad, para el que la tenga, de ver el Sol coronando el mediodía, a poder ser desde la sombra. Pensar en la playa, esa frontera de arena y espuma entre la tierra y la mar, o el mar como decimos los de la tierra. Llegar con la toalla, extenderla y tumbarse a coger color (rojo). Cerrar los ojos, respirar hondo y escuchar el mar, el romper de las olas, el ir y venir de la marea, la paz, la tranquilidad, el llanto del niño que se cree ingeniero, el grito de la madre que se cree médico, enfermera, socorrista…que decir de las madres, heroínas en prácticas que no llegan a ser superheroínas hasta que no son abuelas.
El senegalés, que, huyendo de sus miedos, camina entre las sombrillas pregonando relojes, gafas, sombreros, pareos…artilugios veraniegos de primera calidad, muy necesarios, para lo que se necesiten. El de las latas frías, frías como la nieve, el de las papas, papas a euro, la china de los masajes, la abuela con los tobillos en remojo, el nieto que insiste en que se bañe.
Ese es el verano que nos llevan vendiendo desde que tengo memoria, pero, ese no es mi verano.
Mi verano es madrugar (en esta época del año se considera no levantarse después de las doce) e ir al pueblo cruzándome con todas esas mujeres que, apuradas, recorren frenéticamente cada tienda antes de que les pille “la calor”. Es quedarse pasmado con “el barato”, esa orquesta de melódicas voces que intentan convencer de una fantástica relación calidad-precio a la clientela, de la que solo somos conscientes en vacaciones.
Llegar cansado a casa de mi abuela, mirar la televisión y darme cuenta de que año tras año no cambia la programación matinal, esos programas que, siendo iguales y tratando los mismos temas, compiten por ser mejor que el otro, nos intentan enseñar a vivir para que podamos darle audiencia durante más tiempo, o incluso nos pueden solucionar la vida girando una ruleta. Pero hay mucho para poder hacer como para quedarse tirado en un sofá.
Puedo coger el bañador y poner tierra de por medio rumbo a los labradillos. Bucear en esa inmensa piscina vigilado por Tavizna, mientras el Sol desde el Hacho me recuerda que me tengo que poner crema. La crema, esa gran olvidada, no por mí, sino por esa cantidad de guiris que incluso bañándose con camiseta no consiguen eludir ese tono colorado que luego pasean por el pueblo, dándole un toque de color.
Lo único malo que tiene la piscina, es que entre juego y juego la pelota cae al campo y tienes que ir a buscarla en chanclas. La pelota, otra gran compañera de las tardes veraniegas. Sea donde sea, en las Malvinas, en el Poli, en las Canchas… lo importante es correr por el balón y llevarse la victoria entre la cantidad de chavales de todas las edades que allí nos dejamos la piel como si el mundial se nos fuera con ello, aunque la portería fueran dos piedras, con esa rivalidad tan sana que desaparece en cuanto se acaba el juego.
Pero mi verano no solo es bañador y fútbol, no hay nada como sentir la velocidad montado en bicicleta a las veredas o a La Puente. Cortar camino ante la inmensidad dorada del campo, llevarte algún susto con alguna piedra o con tu padre, cuando ve que no llevas casco, y pensar de vuelta que todo lo que habías descendido a velocidad de la luz lo tenías que volver a subir.
Dar un paseo al Castillo cuando va cayendo la tarde, y ver todas esas puertas que no recordabas abiertas desde el verano pasado, esas casas que permanecen cerradas todo el año por las que parece que no ha pasado el tiempo, y las personas que las habitan, con el brillo de la niñez en los ojos y la pena de poder volver solo una vez al año.
Admirar el anochecer desde la calle El Tajo, cuando las siluetas de las cabras montesas se pierden en el horizonte, fundiéndose con la oscuridad. Es entonces cuando las farolas cobran vida, y aparecen las salamanquesas buscando algún mosquito tonto que acuda a la luz.
Con la noche, llega el tiempo del “fresco”. Huir del calor del hogar, salir a la puerta, y dejar pasar las horas, entre chistes y chismes, que ayudan a olvidar la temperatura. Caminar de una punta a otra del pueblo, y parar cada metro, aunque sea para saludar, pues siempre hay alguien que lleva en el pueblo desde viernes y no lo has visto. O escuchar a esas abuelas tan orgullosas que te dicen que ya han llegado sus nietos y que están más altos que tú.
Por muy normal que nos parezca todo esto, en el verano también ocurren cosas extraordinarias, porque otra cosa no sé, pero eventos tenemos para escribir.
Comienza la temporada con la carrera nocturna, ese desfile de personas ataviadas con una elegante vestimenta fosforita y con las luces en la frente que caminan sin parar por el campo. La luna y las estrellas acompañan en el silencio al corredor que, con el tiempo en los talones, admira el firmamento. Esos astros, que parpadean recordándonos que no somos más que motitas de polvo que tarde o temprano se irán con el viento. Deberíamos pararnos más a mirar las estrellas ya que es una suerte que muy pocos poseen.
Con el final de Julio, llega la verbena de Santiago, donde el cruce se convierte en la plaza por un día y el patrón bendice con su calabaza a ritmo de pasodoble. Poco después comienza la semana grande para el pueblo, cuando la cultura y la alegría se funden en un sinfín de actividades y reencuentros.
Que sería de mí sin esta semana en la que mis sueños se van cumpliendo poco a poco, que me permite acariciar la sensación de hacer reír desde el escenario o sentirme director de cine, algo que no podría conseguir sin la ayuda de todos esos amigos que dan vida a esas locuras que habitan en mi cabeza durante todo el año.
La poesía se hace fuego la noche nazarí, en la que la brisa nocturna acaricia la llama de cada vela y atraen historias y silencios de tiempos remotos, de los que solo queda ese esqueleto serpenteante de calles estrechas y casitas encajadas en la piedra.
En la feria de agosto, las campanas, los cohetes y las banderitas inundan el ambiente. La virgen vuelve a saludar a los paisanos por nuestras calles y los sones de mi banda levantan esos recuerdos de juventud que se esconden debajo de algunas arrugas.
Es entonces cuando, sentado en los cantos, interrumpe la conversación el sonido de las maletas que parten otro año más. Porque el día que acaba la feria, hasta se nubla el cielo, nos vuelve a entrar ganas de frío y le vemos los dientes a septiembre, sin caer en la cuenta de que todavía nos queda un mes para disfrutar todo lo aquí relatado.
Montejaqueño de nacimiento o de corazón, vamos a abrir los ojos, a dejar de engañarnos, de pensar en playas paradisíacas con arena fina, agua cristalina, chiringuitos caribeños y palmeras con cocos. Vivimos en un verdadero paraíso y no somos capaces de darnos cuenta.
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