Ironía

MANOLO ORELLANA    ||   Montejaque   |   EL HACHO 40

La ironía es red muy fina que envuelve todo aquello que vivimos hasta el punto de darnos cuenta de que lo estamos viviendo cuando ya lo hemos vivido. Esa sensación irónica de libertad al cerrar la puerta de mi casa después de aquellos días tan extraños vividos en Málaga y sentirme a salvo. La rutina que marcaba el telediario sin la importancia que merece el fútbol. La ilusión por pensar que solo serían unas semanas hasta llegar a hoy, donde ya parece que estamos como siempre cuando todo es distinto semana tras semana.

No hemos caído y yo creo que nunca caeremos en la cuenta de lo que ha supuesto, supondrá y, algún día, supuso el confinamiento. Pero creo que debemos quedarnos con aquello que nos ha dejado, y no con lo que se fue. Y es que nuestros recuerdos siempre estarán asociados a aquellas cosas que estábamos haciendo cuando los almacenamos en nuestra memoria.
El apellido Buendía es un gran apellido para la familia protagonista de una novela que estuvo esperando cien años de soledad en mi habitación a que tuviera tiempo para releerla. El tiempo, ese que dicen que es el que es, y el que nunca hay para todo aquello que queremos hacer cuando lo haya. Leer, ver, dormir, estudiar…todos esos verbos incompatibles y que se han unido por vez primera, y quien sabe si última para acabar con el placer del aburrimiento, que siempre será un placer y un privilegio, aunque solo lo podamos ver así cuando no hay tiempo para aburrirse.
Los primeros días, esos de echar de menos a quien más veías y no aprovechar la oportunidad de estar con quien menos. Hablar a todas horas, hacer planes y pensar en un futuro próximo, tan próximo que todavía es futuro. Esas partidas de parchís interminables e insufribles. Esos conciertos improvisados, esos aplausos de agradecimiento, con unas manos que ya no duelen de aplaudir y una memoria que no recuerda porque aplaudía, por eso, porque ya no duele.
Pero esa efusión de amistad, esa pasión por conversar con todos, por preguntar por su estado, se fue desvaneciendo como una burbuja de gas que escapa de un vaso medio vacío hasta ver que todo aquel que hablaba lo hacía por tiempo, ese que solo merece compartir con las personas que nos lo dan cuando no lo tienen, y que son las únicas que seguían hablando tras apenas dos semanas de mirar el sol tras las ventanas.
Los días raros solo son dos, al tercero ya es costumbre y tanto nos acostumbramos que las horas comenzaron a pasar tan largas que cada segundo era un minuto y cada minuto una hora que caía lenta hacia un profundo abismo de nostalgia y páginas en blanco del que cualquier escritor aficionado hubiera querido escapar, pero en el que yo meaislé y no salí hasta ver que era viernes de dolores y entonces comprobé que esos días si eran raros, porque eran iguales, que la luz de la luna llena no se mezclaba con la de las velas, que las saetas no olían a romero y que los capirotes se habían convertido en mascarillas. Pero la emoción por ver esas grandes hileras de nazarenos en televisión se fue convirtiendo poco a poco en una extraña sensación de volver a ver a tanta gente unida, sin distancia, sin protección, tan afortunada por el simple hecho de no poder caminar gracias a la multitud.
La multitud, ese inmenso mar por el que desde la altura de la fuente parece perderse navegando la señora de la ermita rumbo a la cruz del milagro, ese milagro perdido en los altares del tiempo y la leyenda que cuentan que otra pandemia acabó en aquel bendito lugar, ese lugar cuyas piedras se preguntaban por el silencio tan oscuro como las nubes, esas nubes que taparon el sol para que el puerto no recordara que ese hoy era su día, ese día que todo el año espera dormido en el calendario, ese año que no tuvo romería, y esa romería que se quedó soñando, dormida en la promesa de unos pies descalzos que no pisaron la Escarihuela.
El año dormido, Semana Santa, Romerías y otras tantísimas fiestas que ni estarán ni se las esperan pero que no dolieron, puesto que las cosas que ves venir de lejos solo dan paz cuando se acercan, por todo el desasosiego que crearon antes de aparecer. Qué es la procesión de la feria sino una excusa para el reencuentro de tantos y tantos montejaqueños de dentro y de fuera que bajo el manto de su patrona y tras el sonido su banda, se besan con lágrimas en las mejillas, por el tiempo que hacen que no se ven y que este año será más, pues los pañuelos tendrán que esperar anudados en el trono algo más de tiempo. Y es que no echaremos ni echamos de menos las fiestas, porque las fiestas no son más que gente y esa falta es la que duele. Ir al cine, caminar, tomar algo en el bar no es nada si no se hace acompañado y no hay distancia que más duela que la distancia de seguridad, esa que tras tanto tiempo separados nos permite vernos sin tocarnos, aunque da igual si sentimos cerca a quien nos importa.
Pero pronto esos balcones cuyas macetas cada vez tenían más flores, fueron perdiendo habitantes. Salir a la calle sin justificación, a dar un paseo, a estirar las piernas. Ver a quien solo escuchabas por teléfono, y oír su voz sin altavoz y creer que todo era un mal sueño hasta que te llenas las manos de gel desinfectante. Mayo se sorprendió de algunas caras que no recordaba ver desde marzo, pero lo que más había que celebrar era que fueran las mismas caras, y no ninguna menos. Y es que cuando volví a alzar la vista más allá del cruce había sol y las flores habían inundado lugares en los que hacía años que nada florecía por el arrastre de tantos y tantos pies que tuvieron que estar parados mucho tiempo. Mirar el horizonte a la orilla de una mascarilla y admirar como la sierra se va tragando el pueblo allí en el castillo, donde las nubes decoran las piedras, escuchar el sonido de la fuente y calmar la sed sin llegar a beber, y subir por la calle el Tajo para pensar que ahora puedo subirla todos los días, pegado a la pared para cubrirme con la sombra que dan los tejados al mediodía. La suerte es no poder darte cuenta de que la tienes, porque cuando lo haces ya la has perdido. Y que suerte tenemos de vivir donde vivimos, y poder pensar en todas aquellas personas que prefieren la gran ciudad, sin franjas horarias para ello. Ahora que la libertad parece estar rozándome los dedos y no sé por cuanto tiempo me paro a pensar desde el balcón de mi casa, pudiendo estar en cualquier sitio, en la nueva normalidad, esa que si es nueva nunca será normal.
Y es que ahora ya no tengo tanta prisa por salir a la calle, ya el telediario es menos importante a medida que más importa el fútbol, ya no pienso en la semana en la que estamos, ya hablo en pasado del confinamiento como si no pudiera ser futuro, ya tendrán que pasar otros cien años para que encuentre un buen día para releer más de una hora seguida, ya no tengo tiempo para decir que me aburro, ya no echo de menos a nadie, ya no juego al parchís, ya no aplaudo, ni toco la guitarra para un público virtual, ya las ventanas están tan abiertas que no existen, ya no me paro a pensar en todas esas fiestas que no viviré, porque puedo echar un rato con quien las viviría, ya no tengo la necesidad de presumir de tener menos de diez mil habitantes, ya no puedo escapar de aquel abismo de páginas en blanco aunque lo necesite, y es ahora cuando me doy cuenta de todo aquello que he vivido, ahora que lo he vivido, y lo veo envuelto en una red muy fina, esa que llaman ironía.

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