Mi Tierra y Mi Mar

MANOLO ORELLANA    ||   Montejaque   |   EL HACHO 38

Libre de agobios, de exámenes, de días inacabables, y fechas que no llegan, el calendario se ensancha para dar paso a julio y agosto. Las largas tardes de verano dan para mucho que imaginar, para mucho que pensar, y, por muy extensas que sean, no dan para todo lo que pienso escribir.

Entre el aburrimiento y el calor, harto de melón y de sandía, la pesadez no me dejaba disfrutar de una buena siesta, por lo que tuve la idea de dar un paseo hasta el mirador del castillo. Era todavía temprano, así que rozando mi hombro por las sombras que proyectaban los tejados, serpenteaba por calles estrechas y empinadas sin un alma al que entregarle mi saludo, cosa que ya me había anticipado mi madre, resaltando mi locura por querer salir a la calle sin más compañía que las altas temperaturas.

Las blancas paredes se hicieron gris piedra cuando llegué a los pinos, caminé hasta el merendero de madera, y allí me puse a mirar al pueblo. Hacía tiempo que no conseguía dejar mi mente en blanco, cerré los ojos y me recosté sobre mis brazos, intentando encontrar el sueño que no encontraba en mi cama mecido por los árboles que se movían como los barrotes de una gran cuna.

La brisa acariciaba mi cara e intentaba despertarme, aunque yo no dejaba que se hiciera con la suya. Fue entonces cuando un extraño olor aterrizó en mi nariz y me hizo abrir los ojos, pues no era propio de ese lugar. Era un olor salado, olía a rocas mojadas y caracolas, pero también a olivo, a tierra y a cántaro.

Mis ojos no creían lo que veían, no eran palomas, ni gorriones, ni golondrinas, eran gaviotas las que agitaban sus grandes alas blancas rumbo hacia el horizonte, allí donde Tavizna descansa coronando el final del cielo.

No sabía si estaba alucinando, o era cierto aquello que divisaba, pero más incrédulo me quedé cuando vi que a las faldas del Hacho, los olivos se habían disuelto en un verde mar, y las olas rompían en el arroyo, siendo la Calle del Tajo una playa, una blanca y larga playa adornada con barquillas que flotaban amarradas a los palos de las cuerdas de tender, y que terminaba más allá de la raspa, el perchel de Montejaque.

Las calles se fueron llenando de gente, gente que vestía con colores más claros y que no venían del campo, sino de faenar en la mar. No buscaban espárragos, ni tagarninas, traían coquinas y peces. Los pastores, arrieros y labradores se tornaron pescadores dejando atrás sus encallecidas y agrietadas manos, por otras más arrugadas por la sal. Las lajas, eran una pequeña calita donde los niños resbalaban dejando su cuerpo caer al agua, y haciendo castillos de arena con zoletas y cubos de lata.

Las mujeres mayores no charlaban en su puerta, estaban sentadas entre la arena, y de vez en cuando mojaban sus tobillos en el agua salada, buscando

alguna concha que brillase de forma especial. Aun así, algo no cambiaba, no quitaban el ojo a los nietos que jugaban tranquilos en la orilla, con la seguridad que transmite la presencia de una abuela.

La plaza era una gran lonja donde los pescados brillaban al sol de la sierra como alhajas de plata que reflejaban la luz en las fachadas que daban cobijo al mercado. Las voces de los pescadores competían por vender la mercancía

más fresca, contagiando la alegría a los viandantes que buscaban la mejor pieza para hacer un guiso en blanco, o unas sopas hervidas.

Algunas calles eran intransitables, pues las redes rotas se arrastraban por el suelo de una puerta a otra, mientras sus dueños cosían los agujeros que el tiempo y el trabajo se habían encargado de agrandar, dejando la red inservible.

En pocos instantes, cambió el viento y el cielo coloreo sus nubes de gris oscuro, las persianas chocaban bruscamente contra las paredes, y la ropa tendida en las azoteas ondeaba como las banderas de los más temidos barcos piratas. El agua comenzó a caer arrastrando todo lo que podía a su paso, la gente corría, pero sabía que no se podía luchar contra una tormenta de verano y esperaron escondidos hasta que viento fue serenándose, al mismo tiempo que el agua desaparecía con los rayos del atardecer.

Las llamas de las candelas en la playa luchaban con lo que quedaba de día, las sardinas se hacían a fuego lento y la vida sonreía a la noche, igual que lo había hecho con la mañana. La torre de la iglesia, no tenía campanas, sino una gran luz que llegaba más allá del pantanillo y que también divisaban desde los llanos de libar, iluminando a todos los montejaqueños que, perdidos, buscaban su hogar.

Las estrellas se reflejaban en el agua, y los niños imaginaban nuevas formas, nuevos personajes, y nuevas historias que contarían a sus nietos cuando fueran abuelos, inaugurando un eterno ciclo que perduraría hasta que nadie creyera que son historias de niños, mientras la marea se tragaba los castillos de arena.

La luna vigilaba la sierra, compitiendo con el faro por iluminar la espesa noche, dejando intuir, pero no ver las siluetas de los hombres que regresaban a su hogar buscando la tranquilidad tras una larga jornada en la mar. No eran pocos los que no querían cerrar las ventanas para soñar mirando a la luna, para quedarse dormidos preguntándose si también llegaba su luz a aquellos que ya no estaban.

Y es esa misma luna, la que visita cada noche a los poetas que no saben que escribir, vivan respirando la brisa que arranca de las entrañas de las olas que rompen contra la arena, o vivan llenando sus pulmones de la brisa que nace en la sierra, en cumbres altas y escarpadas como la misma vida. Y es esa la luna que despertó en mí la pasión por imaginar, por unir ambas vidas en una, por mezclar lo poco que sé de la mar, con lo poco que he vivido en la tierra. Cerrar los ojos y verme en el castillo divisando el agua bañando a mi calle El Tajo, a mi Barrio. Los marineros zarpando de la Raspa, convertida en un largo

espigón, al Corral Concejo. Las olas chocando en las Lajas, en el Hacho y en el Peñoncillo. La gente pescando en el lavadero y en la fuente marchal. El mar regalándole besos salados a Montejaque. Todo era igual pero distinto, puede que no fuera el mismo sitio, pero yo reconocía cada lugar como reconozco mis propios dedos cuando se arrugan en la playa, porque la esencia es la esencia,

y no habrá olas que puedan acabar con ella, por mucho que la golpeen.

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